domingo

Cuando es noche en Okinawa

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     Es como un ocho acostado, me habías dicho mientras lo dibujabas para mí en un cuaderno borrador, y yo me desesperaba por saber cuándo venía. ¿Después del veinticienmil?  A veces te fastidiabas, es imposible alcanzarlo, nena…     Me lo imaginaba en la lejanía, en un lugar hacia el futuro, asociando su existencia a lo mayúsculo y a la abundancia. Lejos, grande y mucho, estaba el infinito; y su imagen solía ser la de una enorme montaña que desde mi lugar se veía chiquita.
     Más tarde, con vos aprendí a pensar también lo infinitamente pequeño, a hablar de partículas subatómicas y fragmentos de instantes. Ya no te enojabas conmigo; te divertías con mi colección de pegotes caprichosos.
     Después de tu muerte, aquellas inquietudes se fueron aplacando. Me enamoré de un hombre al que le gustan las plantas, que trabaja la madera, que sabe hacer un cuenco con sus manos para abrigar mis pies fríos. Con él, quise tener un hijo. Con él, me animo hasta a envejecer.
     El hijo llegó. Conocí otra noche, Joel. La del océano inconmensurable, donde el único mástil es un cuerpito de tres kilos, que nos hace sentir la soledad del mundo y el frío que llega desde los camisones empapados. Volví a pensar en el infinito.
     Se acerca gateando, desnudo. El infinito es deslizar la palma sobre esta piel de mazapán. Ya no las teorías de la infancia, que más tarde busqué en lecturas y oficios. Esta pelusa blanca con sonrisa de dos dientes, con hoyuelos, es mi hijo. Entonces, la contundencia de esa sensación de infinitud. Ahora. Mientras acaricio esta espalda aterciopelada. Ahora, en el misterio que acalló la música por unos instantes. En este tiempo invisible para todos los demás. En el umbral de agua cristalina que baña mis mejores sueños y hoy irradia una luz especial. Para traernos, a Guido y a mí, una lejanía que se acerca y nos une con un hilo delicado. El hilo antiquísimo murmura adivinanzas que contestamos a la perfección, sintiendo que nuestra perfección es única y nadie la juzgará. Mis brazos se prolongan, me estiro, sostengo el cuerpo pequeño. Gira su cabeza, busca mi pecho, atrapa el pezón. Y algo de atavismo hay en ese acto, que lo hace cría, que me hace hembra, junto a todas las hembras de todas las especies. Sabiendo que entre todas ellas Guido reconocería mi olor. Que mi alerta percibe cada uno de sus milimétricos gestos. Repito como ellas las acciones básicas, como si me hubieran sido reveladas sólo a mí, sólo para mi hijo. Instinto que se despierta para nutrir y dar de beber y cargar en brazos y asear. Por fin acepto ser este animal loco que chorrea fluidos, que ignora las noticias del mundo, que no es ni culto, ni ocurrente, ni nada. Para intuir el infinito… con otra lucidez.

 

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