domingo

Cuando es noche en Okinawa

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     Hay horas en las que el tiempo se estira como una masa viscosa. Las previas a una salida, siempre curvas. El baño del bebé se prolonga porque no quiere dejar de jugar en el agua. Preparo su ropa pero siempre falta algo, o hay que cambiarlo otra vez porque se vomitó a último momento. Ese tiempo es una espiral de contramarchas buscando el chupete que se pierde, saliendo del departamento y volviendo a entrar para llevar un babero de más. Así suelen ser estas mañanas invernales, desordenadas, mientras preparo el desayuno, y acomodo la casa y atiendo al bebé. Pero transcurren, y siempre nos sorprende el mediodía mucho antes de tener listo el almuerzo.
     En medio de esas horas, o en otras, hay instantes inspirados que tienen la levedad de un ala de mariposa. Como ese pequeño resplandor en el pelo sedoso de Guido, desde algunos ángulos, cerca de la ventana. Apoya sus manitos, arquea su columna; está aprendiendo a gatear. Y en su pelo casi blanco, el reflejo de la luz, mientras él prueba desplazarse. Son unos segundos nada más y la fina línea que nos une se esfuma como si hubiese sido una visión errática. Quedo conmovida al lado de Guido, demorando el regreso a la tarde, dispuesta al encuentro de nuevos sucesos invisibles, pero sabiendo que son acontecimientos delicados que surgen y desaparecen según sus propios ritmos.
     Me pregunto cómo voy a recordar este tiempo, estos días donde se imprimen con igual huella el cansancio y la emoción. Cómo voy a reconocerme en estas imágenes cuando el tiempo las vuelva lejanas y confusas.
     ¿Qué va a quedar de todo esto?, le preguntaba a Amparo sin decírselo, tan unidas bajo el calor de una frazada, en el asiento del micro que se iba acercando a la Terminal de Concordia. Jugamos mucho a inventar historias en ese viaje. Historias a partir de estribillos de canciones berretas. La calefacción del micro no funcionaba y nuestras risas traspasaban la manta; a cada rato los pasajeros nos reclamaban silencio. En algún momento de sosiego, le daba a Amparo la mano deseando que siguiéramos así toda la vida, que no nos alcanzaran los años, ese tiempo que a los demás los tornaba tan comunes y opacos. Me sorprendía a veces la noticia de que algún viejo amigo había tenido un hijo, o decidía casarse, y me alegraba de que ese fuera un destino de otros; no para nosotras, tan jóvenes todavía. Los años pasaban, pero entonces elegía pensar en el infinito antes que en el futuro. Un infinito donde Amparo y yo fuésemos siempre hermanas y amantes, donde Joel rondara entre nosotras como una sombra querida. Y los tres, en ese juego sin fin, nos protegiéramos del tiempo y su paso demoledor. Pero ese era mi sueño; no el de Amparo, no el de Joel. Y más tarde tampoco fue mío.

 

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