domingo

Cuando es noche en Okinawa

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     En realidad, habló ella, y su voz aflautada se quebró varias veces mientras plegaba la frente como un acordeón. Después de dos años, la encontraba algo más frágil y envejecida, pero con energía de sobra para volver a vivir, dijo. Yo miraba sus ojos claros, el especiero que había en la pared de mi cocina, su ropa nueva que desdramatizaba la escena. Lloraba, escuchaba, y volvía a llorar.
      Pero ya pasó, hija, ya pasó todo…  A vos, te veo muy bien.
Mis rodeos incluyeron comentarios sobre Joel y el resto de la familia, los estudios siempre inconclusos, el trabajo. Hice una pausa para decir, quiero contarte algo, mamá. Me miró severa, y como un perro guardián, ladró custodiando la verja, que no sea ningún rollo, por favor, que ya tuve bastante.
    Después de aquel encuentro, fui yo la que puso mil excusas para no visitarla en su casa de Salta. Nos veíamos muy poco y siempre apuradas. Desde su mudanza a San Juan, dejé de tener contacto con ella.

  

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