miércoles

Cuando es noche en Okinawa

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     Apenas volvió de España, mamá me citó en un bar del Aeroparque, antes de tomar el avión de vuelta a Salta. Yo iba preparada para una larga charla. ¿Por qué no?, me había animado Amparo, que se quedó esperándome en un pasillo de la planta baja. Cuando te parezca buen momento, me avisás y subo. El plan era llamarla en algún hueco de la charla y presentársela a mamá.
     Se había separado del último marido y sus viajes a Madrid eran frecuentes. Cuando estaba de paso por Buenos Aires, siempre nos veíamos a los apurones; yo sentía que me esquivaba. En parte lo prefería así; cuando se tiene veinte años casi todas las madres son insoportables. Pero aquella vez estaba dispuesta a cierta profundidad.
Llevaba en mi mochila unos adornos de vidrio que le había comprado de regalo. Todo expectativa. Busqué entre las mesas de la confitería la imagen conocida: una mujer pretensiosa y muy maquillada, que aparentaba siempre diez años menos que su edad.
     Sorpresa; no estaba sola. La acompañaba un hombre de barba, que fumaba cigarrillos negros. ¿Español? No, argentino.
     Sentí la mirada desaprobatoria de mamá posándose en mi pelo demasiado largo y descuidado. Sé que se avergonzó de mí frente a él. Nos saludamos como si nos hubiéramos visto el día anterior y todo se mantuvo en una trivialidad cómoda para ella, decepcionante para mí.
     Cuando se fueron, corrí a buscar a Amparo. Fuimos a su casa y juntas rompimos las piezas de vidrio que le había comprado a mamá.

 
    

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