viernes

Cuando es noche en Okinawa

Todavía con mastitis, pero sin fiebre, doy vueltas insomnes en la cama. El dolor persiste más atenuado, como la sensación de que adentro algo no está bien. Algo que podría mejorar si durmiera. Me levanté a tomar agua; busqué el teléfono de mamá, para tenerlo a mano. Mañana, tal vez…
En ese campo oscuro, por donde iba sin que nadie me diera la mano, con unas punzadas en el pecho, o con el dedo infectado por una espina, ya no sé; en ese lugar no había teléfonos y aunque la hubiese llamado muy fuerte, en la noche de calles de tierra, mi grito se hubiera perdido entre los matorrales. Las palabras tardan en aparecer, ahora, mientras aprieto fuerte a Vicente con mis piernas como si fuesen dos boas constrictoras. Sus manos pesadas se mueven entre mi ropa, se despertó. Le atrapo la mano, para que no siga. ¿Estás dolorida? Con cada segundo que pasa el silencio se hace más grave, inmenso, como una llanura ilimitada, o ese mismo descampado del que no sé cómo hablar. Sin embargo, como si fuera posible, me imagino que él siempre entiende lo que no me sale decir y que esta vez también, cuando le diga matorrales va a saber que fui una entenada que a los cinco años arrancaba yuyos al costado de un camino de tierra, detrás de unos tíos que hablaban cosas de grandes…  Él es paciente, me espera, tenés los pies helados. Hace un cuenco con las manos, donde mis pies caben íntegros, donde el silencio se entibia. Digo matorrales y pienso que Vicente entiende ahora igual que yo entonces, cuando no sabía bien qué pasaba pero entendía todo.
Hablamos en penumbras, como en un sueño, y la habitación parecía enorme por el eco de nuestras voces. Después no quise volver a verla. Pasó tanto tiempo que ya no sé levantar el teléfono, marcar su número…


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