martes

Cuando es noche en Okinawa

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     Un tiempo antes de que papá quedara internado en forma permanente, fuimos los cuatro de excursión a Luján. Supongo que a conocer la Basílica y algunas chacras. De ese paseo, lo que en mí se grabó a fuego fue un show de delfines que vimos en un acuario local. En la orilla de la pileta, un adiestrador panzón sacaba un pescado del balde que tenía a su lado y lo sostenía con la mano en alto. Uno de los delfines saltaba, tocaba con su trompa la mejilla del panzón, a modo de beso, y atrapaba el pescado. Después, volvía a zambullirse haciendo firuletes.
     Volvimos a casa, y al día siguiente, fui con papá a comprar algo a la ferretería. Él ya estaba con licencia psiquiátrica y se pasaba el día en casa, desarreglando cosas que yo después tengo que rearmar, se enojaba mamá. Íbamos muy seguido a la ferretería, y mientras esperábamos nuestro turno, me gustaba mirar el gran panel con muestras de tornillos y clavos pegados con cinta scotch, y también la hilera de lamparitas ordenadas de mayor a menor, cosas de las que sabe mi papá, pensaba orgullosa. 
    Cuando nos atendieron, él le dijo al ferretero: El delfín, ¿salta porque te quiere o salta por el pescado?  Papá  insistía con la pregunta en tono cada vez más alto y yo sentía que la vergüenza me abrasaba. Y que empezaba a perderlo.

  

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