viernes

Cuando es noche en Okinawa

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     Por las vidrieras, nuestro reflejo empujando el cochecito. Vamos al supermercado, a hacer la compra grande del mes. En el camino nos reímos porque anticipamos la pelea de costumbre: yo compro lo necesario y Vicente piensa que es poco. Le gusta almacenar; agrega al carrito cantidades exageradas de todas las cosas. Después, en casa, protesto porque guardar las latas y los paquetes de fideos nos lleva una hora.
     En otra época yo hacía compras mínimas, de persona sola, o muy joven, o sin hijos. A veces Amparo me acompañaba y pasaba un buen rato en la góndola de los artículos de limpieza, eligiendo sofisticados productos que jamás usábamos.
     Sentí un vago disgusto por esas otras compras, rápidas, ocasionales. Se me antojaron mezquinas. No este derroche de cereales, de leche, de agua mineral, en el carrito con asiento para bebés, donde Guido berrea porque perdió el chupete.
     Todavía falta que Vicente se entusiasme frente a los exhibidores de herramientas. Ahora quiere un percutor.
     Y en la fila interminable frente a la Caja, de pronto, donde el tedio podría ser asfixiante, me doy cuenta de que en el único lugar donde deseo estar hoy, en esta tarde de sábado, es aquí mismo, haciendo exactamente este repertorio de rutinas, que sólo es tolerable porque está Vicente, porque está Guido.
     Mientras esperamos, le cantamos canciones cortitas, muy viejas, que no sabíamos que todavía sabíamos. Nos olvidamos de buscar servilletas de papel. Lo veo a Vicente alejarse por un pasillo, volver con el paquete, guiñarme un ojo. Me da un beso en la mejilla, ¿me extrañaste?  Lo adoro.

  

  

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