jueves

Cuando es noche en Okinawa

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     Tengo miedo de estar volviéndome loca. Isao me mira para que le confirme que se trata de una forma de decir. A tropezones, insisto, si Amparo vive acá al lado voy a enloquecer; si no es así y yo entendí Amparo, es que ya estoy loca.
     Se acomoda la vincha, apoya la mejilla sobre su mano. ¿No puede ser otra Amparo?
    Esa posibilidad me alivia por un instante, pero no haberla considerado, siendo tan obvia, vuelve a desanimarme.
    Deja el mostrador, cuelga un traje en la percha y lo enfunda con un nailon transparente. Desaparece por el costado. Guido se mueve en mis brazos para tocar el vidrio de la pecera donde el anaranjado barre el agua turbia con su cola desflecada. Está bastante sucia la pecera.
Enseguida, una bandeja con jarritos que dicen Espresso asoma desde la cocina improvisada del local. Mientras tomamos café, Isao saca el libro con el dibujo del chico trepando al árbol. Me muestra un ideograma, acá dice warabi, significa niño…  Lo miro; algo recuerda.
     En silencio, se ensombrece y vuelve a tener cuatro o cinco años, como cuando se quedó sin padres.
     Me pregunto si le hará bien ver ese libro, que lo liga tanto a su herida. Y alguna voz me sopla que sería necio buscar el remedio cerrando el libro, como intento apagar la música, sin conseguirlo.


  

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