lunes

Cuando es noche en Okinawa

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     Ahora, en casa, poniendo la pava al fuego, las explicaciones son un suelo mojado y resbaladizo donde caigo de bruces.
Me aferro a la que más me tranquiliza. El viejo no dijo Amparito sino Arnaldito o cualquier otro nombre parecido. ¿Y yo entendí Amparito?  Es que el viejo me recuerda mucho a su abuelo, pese a haberlo visto solo en contadas ocasiones cuando ella vivía en la casa de Almagro.
     Guido está fastidioso, hace rato que no le cambio el pañal. Lo alzo para llevarlo a la habitación y en mis brazos lo siento pesadísimo o demasiado liviano, me parece que es otra la que lo desviste, y yo en cambio miro atontada, como si no reconociera esa acción. Ella, la que lo atiende, está unos pasos delante de mí; quedé rezagada, y aunque trato, no consigo alcanzarla. Todo tiene un aire de película vieja, un tono difuso y burlón.
     Desearía estar soñando. Porque no estoy convencida de haber oído mal. ¿Amparo vive a pocos metros, con su abuelo?  No sé si me inquieta más que esa vecindad sea posible, o mi voluntad inconsciente de escuchar su nombre, todavía, de imaginarla tan cerca.





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