viernes

Cuando es noche en Okinawa

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     Cuatro días sin estridencias. Y otra vez la pesadilla y mi furia. Por lo menos ahora sé a quién reclamar. Me cambio, visto a Guido y salgo a lo del viejo.
     En el camino, lejos de la música, el recuerdo de esos ojos vidriosos, de la cabeza delicada, me serena un poco. Seguramente hay un audífono que falla. Y me imagino retando al viejo como se reta a un hijo consentido, mitigando el reproche con una mirada cómplice, porque la travesura no ha sido tan grave.
   Timbre. Espero. Por el pasillo, pantuflas y una tos acatarrada. La cabecita blanca asomando por el postigo me hizo pensar en un bebé. Guido entre los barrotes de la cuna. Pobrecitos, tan desvalidos. Sin embargo, pongo un énfasis autoritario cuando digo señor, otra vez, de nuevo, lo mismo. El viejo abre y se sostiene del borde de la puerta, cambia el peso de una pierna a la otra. Disculpe, señorita, yo le decía a mi nieta: está muy alto. Se vuelve un poco hacia adentro. Hace un esfuerzo para hablar fuerte: Amparito, los vecinos se quejan, bajá la música.
     Me fui espantada, sosteniendo bien fuerte a Guido. Un escalofrío me hacía transpirar y me congelaba al mismo tiempo.


  

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