martes

Cuando es noche en Okinawa

76



     Toco el timbre que está sobre el marco de una puerta de madera alargada. Sé que tengo que esperar, porque detrás de estas puertas suele haber pasillos largos…
     Hacia adentro no puedo ver nada. Pero oigo unos pasos lentos que se acercan en un arrastrar de pantuflas. Se corren unos cerrojos, y entonces detecto, a través del visillo translúcido, una cabecita frágil, de pelo blanco. El viejo abre el postigo. Me recuerda a alguien. Casi me doy vuelta sin decirle a qué vine. Total, seguro que no es él. Pero estamos frente a frente y a lo mejor sabe de algún vecino…
     En cuanto empiezo mi explicación, me interrumpe. Sí, señorita, enseguida bajo el volumen, disculpe, disculpe.
     Quedé pasmada. Debía estar soñando. Todo parecía normal, un auto pasaba por el empedrado; si me apretaba un dedo sentía dolor…  Cuando llegara al departamento saltaría la realidad. Tal vez una confusión: el viejo creyó que su radio a pilas sonaba muy alta…
     Llego a casa, entro el cochecito, me acerco al balcón. Algunos gorriones hacen bulla entre los árboles; es lo único que se escucha…  ¿Entonces, era él?  Lo más insólito que me pasó en años: un anciano como un papelito arrugado en frecuencia electrónica ocho horas por día…
     A pesar del frío abrí de par en par los ventanales, abrigué a Guido con bufanda y gorro y dejamos entrar al living la tarde soleada. Lo hamaqué un rato en mis rodillas, eso le gusta mucho. Cuando puse el disco de canciones con fondo de agua, sentí que entre los dos se inauguraba un momento de extraño bienestar.



No hay comentarios:

Publicar un comentario