domingo

Cuando es noche en Okinawa


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     Habían comprado un terreno. Voy a edificar, le escuché decir a mi tío. Dos veces nos llevaron a ver la obra en construcción; la primera, apenas unos meses después de comenzada, cuando la casa de dos plantas que sería más tarde no era más que el esqueleto de unas habitaciones y una piecita atestada de materiales. Mis primos jugaban a las escondidas y trepaban por los espacios destinados a las ventanas; yo miraba la montaña de arena rodeada de baldes y pilas de ladrillos. Algo me gustaba de todo eso…  Una casa, pienso ahora, mi lugar. Eran los años en los que vivía boyando entre mis tíos y mi abuela. Entonces, aunque esa que estaban construyendo no iba a ser mía, la esperanza de que alguna vez yo tuviera un hogar me ponía contenta. Podría ser que más adelante, en una casa así, volviéramos a vivir los cuatro juntos, mamá, papá, mi hermano y yo.
     La segunda vez que fuimos hacía mucho frío. Ya había un baño funcionando y algunas piezas estaban casi terminadas. En una de ellas había una cama vieja, un espejo con marco plástico colgado de un gancho en la pared, un bolso con ropa. Ahí dormía el capataz de la obra, que no estaba ese día, pero había dejado a su perra, una callejera lagañosa que hacía poco había parido. Mientras los grandes hablaban y tomaban mediciones, Joel y yo llevamos a dos de los cachorritos a la cama del capataz para protegerlos del frío.
     No sé si explicitamos el juego; tal vez simplemente sucedió, y hasta es posible que no haya sido el mismo para Joel y para mí: yo era su mujer, esos perritos somnolientos, nuestros hijos, y la cama precaria, el barco que nos llevaría a una isla donde seríamos felices. A los ocho años, yo ya había averiguado que siendo primos no podríamos casarnos, entonces deberíamos huir, nos esperaría una aventura en altamar, y más tarde, una vida humilde, como esa pieza a medio revocar y la cama sencilla en la que nos acostamos.
Desde la cocina, llegaba el olor a gas de garrafa para dar calor a esas imágenes, y aún hoy, ese olor me inspira escenas apasionadas de un amor secreto o prohibido, en condiciones materiales de necesidad, porque en mi fantasía, alimentada por el lugar común de las novelas que veía en la tele, era en situaciones de pobreza cuando los amores se ponían a prueba.
Joel había pasado el brazo por mi cintura. Y así nos quedamos en el barco, conteniendo la risa y la respiración para no alertar a los grandes, con los cachorros sobre la almohada, hasta que mi tía nos destapó de súbito y como un relámpago Joel sacó su brazo de mi cintura para siempre. ¡Van a asfixiar a esos perritos!, gritó ella arrebatándonos a nuestros hijos.
     Quién sabe por qué habrá vuelto a mí este recuerdo. Me siento la misma de entonces, ahora, mientras hago dormir a Guido, a media mañana, y las lagañas no me dejan ver bien la hora en el reloj de la cocina. Estoy tan cansada, me tiraría a dormir con él, con algodones en los oídos para no escuchar la música ni nada. ¿Son las diez o las once? No importa, en Okinawa es de noche, y está todo en silencio.

  

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