martes

Cuando es noche en Okinawa

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     Los pasillos de este piso son tan sonoros. Se escuchan voces de chicos que juegan, llantos, pataleos. A los que están mejor se los ve deambular en piyama, acompañados por padres que parecen más enfermos que los hijos. Hay un olor acaramelado, de los vaporizadores que usan después de limpiar.
     Dentro de la habitación, las horas se suceden entre las bandejas del desayuno, los llamados de amigos, que apenas registro, y las visitas de mis cuñadas, inquisidoras, llenas de consejos. Hay un sofá, un televisor amurado a la pared; sobre la mesa, el almuerzo de hoy que todavía no pude probar. Cerré las cortinas y dejé el cuarto a oscuras para la siesta de Guido. Son siestas más tranquilas las de aquí; la música que molesta quedó en casa. El bebé está mejor, acurrucado en mis brazos, sin la sonda, respirando pausado el aire dulzón. Me fundo con él para dormir su sueño, pero siento que despierto. Como aquella vez, hace cuatro años, en una clínica lujosa, no muy lejos de aquí.
     Felicidad, euforia. La anestesia me había dejado una sensación de bienestar que sabía efímera. No había dolor. Un embotamiento leve me producía imágenes de flotación, recuerdos difusos de un fin de semana en las aguas termales de Río Hondo. Las mejillas enrojecidas por el calor y unas gotas de agua suspendidas en las pestañas densas de Amparo. Suspendidas…
      Un desfile de enfermeras se turnaba para cumplir con los controles posoperatorios: presión arterial, temperatura, curaciones de la herida. También entraban a la habitación mucamas con uniformes impecables para barrer el piso y quitar el polvo inexistente de la mesa de luz. Más tarde, la camarera con disfraz de Heidi se abría paso trayendo un carrito lleno de bandejas con tapa de acero brillante.
Tenía algo de hambre. Estaba en ayunas desde la noche anterior. Tanteé en la mesa de luz para alcanzar el control remoto y recliné la cama. Destapé las fuentes de comida, decoradas como si se tratara de un banquete. Me dio risa. Sobre todo porque imaginaba lo que podría haber dicho Amparo si hubiera visto la escena. Justamente en ese instante escuché que se movía el picaporte. A lo mejor era ella.
     El cirujano entró y habló con voz fuerte, devolviéndome a lo inmediato, haciendo contraste con la penumbra opaca de aquella habitación. Fue como si se hubiera abierto una ventana de golpe, dejando entrar la luz hiriente del mediodía. Paciente que come no está grave, dijo. Dejé los cubiertos y creo que sonreí apenas. Cuando él se fue, sentí mareos. Prendí la televisión, me entregué mansamente al culebrón venezolano. Se me habían tapado los oídos y adentro, las palabras del médico hacían eco y se amontonaban con la novela en un zumbido arremolinado. Qué se te ofrece, Claribel, ¿tendría Claribel intacto el útero, los dos ovarios, estaría limpia como me había dicho el cirujano?  Eufemismo piadoso, él decía limpia y yo pensaba vacía. Vacía no era igual que limpia. Claribel, en la novela o en la vida real, estaría, tal vez, llena de hijos, hijos posibles, infinitos. Los hijos no son limpios, ensucian pañales, vomitan la leche. Yo en cambio me conservaría en un aséptico margen. Dirían los otros no puede porque la vaciaron. Claribel estaba mintiendo, no han llegado a mí tus cartas. Mentía y avisaba: revoleaba las pupilas, se frotaba las manos. Solamente algunos niños mienten así. O sea que él debería haberse dado cuenta de la mentira, pero le creyó y la perdonó…  Esos actores eran imperdonables. Aún no eres mayor de edad. El cirujano había dicho edad reproductiva. Como en las enciclopedias de animales, la edad reproductiva de los delfines, por ejemplo. En ese momento, yo todavía tenía edad reproductiva, si me sacaban el otro ovario y la matriz no iba a tener más, pero el ginecólogo dijo no nos apuremos. Claribel y esta otra rubia ¿qué edad tendrían?  Por ti lo he postergado todo, cariño, ¿También yo estaba postergando demasiado?  Qué tú sabes, Macarenita, que quería el alta definitiva, me la había prometido el médico para el día siguiente. Sentí la boca seca, quería agua, pero Macarenita no tomaba agua, sostenía una copa de champagne, de las largas, y seguro que sabía dema-siado porque no decía nada, la cámara cambió de plano y ella desapareció.
     El hambre me había dado languidez, dejé a Guido en la cama y cuando iba a tomar los cubiertos escuché unos pasos que se acercaban a nuestra habitación. A lo mejor era Vicente.
La jefa de pediatría entró y habló con voz de maestra jardinera. Traigo buenas noticias. Les voy a firmar el alta para mañana.

  


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