sábado

Cuando es noche en Okinawa

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   Aquí en este segundo piso de la clínica, donde los cubrecamas son grises con rombos amarillos, hay cuadros con personajes de Disney colgados de paredes empapeladas en tonos pastel. Es el sector Internación Pediátrica.
     En el tercer piso está la sala de preparto, donde el siete de enero viví horas infinitas acostada boca arriba, al compás de los latidos de Guido, amplificados por el monitoreo y el dolor. Lo que más miraba era una lámpara de pie que tenía la pantalla quebrada. Después de cada contracción, cuando abría los ojos, por esa rendija yo buscaba ver el foco de luz y me imaginaba que la cabeza del bebé también estaba detrás de una pantalla que se iba quebrando. No recuerdo mucho más.
     Fue hace seis meses y es como si hubieran pasado seis años. Ahora también hay un compás, un aparato que marca el oxígeno en la sangre de Guido. Oxígeno y sangre. Elementales. Hace tiempo, ¿seis años?, una vez que tomábamos sol al lado de la pelopincho en el patio de Amparo, hicimos una caótica lista de Elementales. Tolstoi, Chaucer, Virgilio…  Me nombraba a sus favoritos para mi proyecto de lectura. Nos peleamos toda la tarde.
     Sangre y oxígeno.
  Sí, fue hace seis años, cuando tener un hijo era un pensamiento volátil que a veces se posaba, fugaz, como una pequeña abeja libadora. Y seguía de largo.

  

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