viernes

Cuando es noche en Okinawa

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     En otros tiempos, los estribillos eran mi debilidad. Un apego cariñoso por el motivo que se repite, por lo que vuelve. Como el dibujo geométrico del acolchado que cubre el sofá cama donde me recuesto y no duermo desde hace cuatro días: una hilera de rombos amarillos que bordean el extremo del cobertor. Fondo gris. Nada más, y en el centro, otra vez la misma hilera, imitación abreviada de la anterior.
     Guido está internado. La enfermedad se repite en él como un estribillo maldito. Lo miro dormido, con una sonda, no puedo creerlo. Tiene seis meses y hace tres que se enferma cada quince días.
     Vicente entra a la habitación de la clínica con un librito de tela para el bebé y un chocolate para mí. Quisiera decirle Tuvimos un hijo frágil, mi amor. Nos abrazamos. Levanta a Guido, que acaba de despertarse, lo hace sonreír. Hoy está más animado mi campeón. Siempre optimista, Vicente. Creo que es lo que más me enamora de él. Estás muy ojerosa, andá a dormir a casa, esta noche me quedo yo. No puedo aceptar. Quiero permanecer despierta junto a mi hijo, saber por qué se enferma, por qué estamos aquí.

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