lunes

Cuando es noche en Okinawa

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     Vivía en la casa de Almagro, con su abuelo. Hablábamos bajito para no despertarlo y en ese susurro quedamos prendidas toda la tarde.
     Por el tamiz del bisbiseo, su voz grave pasaba como un soplido liviano que hacía volar imaginarios pétalos de nácar. Era invierno y garuaba interminablemente. Estábamos detrás de una ventana como ésta, que daba al patio donde yo veía estrellarse en las baldosas las infinitas y mínimas oportunidades de entrelazar su mano.
        Otra vez Pat Metheny. Otra vez Amparo.
     Ahora cae un chaparrón que acompaña el acento de la música que entra, como siempre, por el balcón. Ya nada es delicado, excepto este niño que duerme a pesar de la inquietud que retumba dentro de mí, dentro de él. Respira con un silbido de bronquitis. Y empiezo a saber que no es ni el frío ni la falta de vitaminas lo que lo enferma. Que su mal proviene del que a mí me aqueja, la intranquilidad que surge por las ranuras del alma, con esta música que se amplifica hacia el futuro, y a mí me lleva a un pasado que desearía poder olvidar.

  

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