lunes

Cuando es noche en Okinawa

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     La época de los fractales fue, sobre todo, un verano que habíamos ido mucho al Tigre. Durante sobremesas que se prolongaban hasta el atardecer, a la orilla del río Sarmiento, Joel nos mostraba imágenes del copo de nieve de Koch, tema sobre el que estaba investigando desde hacía tiempo. Lo escuchábamos mientras tomábamos sol reclinadas en sillas blancas y los helados se derretían en el plato. Yo no dejaba de hacerle preguntas porque en ese entonces, alejada de la facultad, había empezado una colección sobre el infinito. Era un catálogo de dibujos, olores, fotos, muestras de sabores…  Me enamoré de los fractales, esas estructuras irregulares pero obstinadamente iguales a sí mismas que desbordan la geometría tradicional.
      De las explicaciones de Joel retuve apenas la estela de algunos conceptos: entropía, incertidumbre, atractores extraños…  Lo que más le gustaba decir era que los fractales verdaderos no existían en la realidad. Sólo tienen existencia en un plano ideal. Igual que los números y ciertos sentimientos, ¿vieron?  Amparo fumaba hasta que en algún momento se acomodaba en mi falda y se quedaba dormida.
Más tarde, cuando Joel empezó a afirmarse como científico, lo invitaban a congresos de aquí y allá de donde traía alguna pieza acorde a mi obsesión.
     El catálogo llegó a tener muchísimas páginas donde convivían metáforas disímiles: la foto del conjunto de Mandelbrot junto a un minúsculo envase con restos de Vick vaporub, porque ese olor alcanforado transmitía un frío inagotable. Era un álbum con folios plásticos que me llevó varios años construir. Una de las últimas veces que vi a Amparo se lo regalé.

  

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