domingo

Cuando es noche en Okinawa

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      Si no fuese porque está amarillenta y un poco quebrada, podría decir que es Guido. Excepto el chalequito rosa, lo demás es igual: los cachetes, la nariz, la forma de la cabeza. Por la fecha grabada en el borde blanco, deduzco que yo entonces tenía siete meses. El parecido me impresiona y la guardo para mostrársela a Vicente. 
       Y unos días más tarde, él también me acerca una foto vieja, que le pidió prestada a su madre. Si no fuese por el formato tan antiguo, hubiéramos dicho que el de la foto es Guido, con los ojos chicos y la frente amplia. Nos reímos sin poder decidir a quién de nosotros se parece más. 
    Las herencias visibles se traslucen en su cara. No es Vicente, no soy yo; es nosotros, es él. 
      Lo miro y me intriga pensar qué otros legados, intangibles, le habrán tocado en suerte. Genética azarosa. De poder elegir, quisiera que tuviese la serena alegría de Vicente, su corazón generoso, mi amor por las palabras, nuestro instinto protector. Que quede a salvo de los males que nuestros cromosomas pudieran transmitir. La diabetes de la abuela, mi miopía, y el fantasma de papá, esquizofrénico, helándome la piel. 

  



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