martes

Cuando es noche en Okinawa

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      La secretaria que atendía la administración del edificio era intratable. Pasé dos meses reclamando un yesero para que arreglara la pared con manchas de humedad. Al albañil de la administración lo tengo ocupado en otro edificio, con una obra grande. Finalmente, y bajo mis amenazas: Le voy a mandar a mi hermano, que no se dedica a esto, pero sabe hacer de todo.
      Al tercer día, ya lo esperaba con café recién hecho y medialunas. Él se ponía una especie de mameluco y se ataba el pelo rubio con una gomita. Desayunábamos mientras preparaba la mezcla para el revoque, el enduido, y yo pensaba qué hermoso es. Después yo me iba a trabajar al cuarto de al lado y traducía escuchando el ruido de la lija, y esperaba el momento en que él me interrumpiera ¿Tendrás un balde?  ¿Me prestás el trapo de piso?
      Apoyaba las latas de pintura en una banqueta desvencijada. Un día me dijo voy a arreglarte el banquito, hay que encolarlo. Me conmovió ¿Vale la pena?  Es tan viejo… Sí que vale, me dijo, tiene un lindo diseño. Además, a mí me gusta trabajar la madera. Mi viejo es carpintero.
      Había algo de provinciano en ese hombre sensible. Con él sería capaz de irme a vivir a una granja; él ordeñaría las vacas y yo prepararía ensaladas con tomates de nuestra huerta. Tendríamos media docena de hijos.
      Miré su anular, sintiendo vergüenza por mi actitud tan especuladora. No había alianza. ¿Qué edad tendría?  Treinta y cuatro, igual que yo.
      Cerraba las latas, dejaba los pinceles en aguarrás. Me voy a abrir el negocio. Tengo un taller de marcos.
      En un segundo vi mis láminas preferidas en sus manos expertas, el paspartú, las varillas de colores…


  

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