miércoles

Cuando es noche en Okinawa

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Estudié un poco de todo, casi siempre de modo informal. Historia, tarot, física, letras, diseño y un par de idiomas…  Mamá reprobaba mi inconstancia, Si seguís así vas a ser maestra de todo y profesora de nada… Tuve mil oficios que disfruté mucho en su momento, y ahora no me identifico casi con ninguno…  Excepto, tal vez… Mi profesora de italiano solía decirme: saber otro idioma es como tener otra persona dentro de uno. Sentí que esa afirmación era cierta cuando fui capaz de leer La vida nueva en el original. Alguien más delicado y sensible me habitaba, alguien que comprendía los sonetos de Dante. Después vinieron las traducciones y un tiempo feliz viviendo entre las palabras de los Guidos –Guinizelli y Cavalcanti–. Dije si alguna vez tengo un hijo, se va a llamar Guido. Por suerte, años después, a Vicente le pareció un nombre hermoso.
Guido llenó mi vida y no quiero hacer otra cosa que ocuparme de él. Con absoluto fanatismo, pese al cansancio y al agobio. Me parece inverosímil volver a las traducciones, como si un punto sin retorno me impidiera retomar cualquier actividad del pasado. Disfrutá del bebé, todavía nos arreglamos, me dice Vicente.



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