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Por esos años Joel me decía cosas terribles, como que había infinitos de diferentes tamaños. Me suena escandaloso todavía, pero en la adolescencia la curiosidad me llevó a leer sobre física durante un tiempo en el que yo creía necesario desentrañar misterios como ése. Estaba segura de haber encontrado mi vocación, la tarea total y consagratoria que daría sentido a mi vida. Muy pronto la ciencia me rechazó y creo que nunca me recuperé de ese amor equivocado.
Joel seguía tentándome con sus laberintos lógicos, fórmulas fractales, demostraciones que parecían caligramas desplegados en las hojas cuadriculadas. Hablaba rápido y sonreía cuando llegaba al final de una ecuación. La matemática es lo más placentero después de las mujeres y los mostacholes al funghi, decía y me guiñaba un ojo. Pero a esa altura yo había entendido que mi mundo y el suyo jamás podrían ser el mismo. A mí me tocó seguir boyando en vano entre libros, facultades, oficinas, trabajos variadísimos. En cada uno de ellos renacía mi entusiasmo y al tiempo esa energía se secaba inexplicablemente, sin dejar rastro de la ilusión que la había hecho nacer. Y abandonaba carreras, cambiaba de estilos, buscaba empleos nuevos en un circuito que me hacía dudar de mi capacidad para alguna cosa en este mundo.
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