domingo

Cuando es noche en Okinawa

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      Mi hermano se alegró mucho, me pidió fotos de Guido, quiso saber si tiene la marca de nuestra familia, la mancha bordó con forma de hoja en la base de la espalda. Una de las pocas cosas que nos unen, pienso. Me lleva ocho años, y vive en Houston desde hace más de veinte. Apenas se recibió de ingeniero, lo contrataron de una petrolera y allá se fue. A estas horas debe estar en su casa de piedra, acercando una cucharada de comida blanda a la boca de Claire, su esposa delgadísima y postrada. Cada vez que hablamos por teléfono tenemos menos cosas que decirnos; cada dos años viene de visita y con eso nos alcanza hasta el próximo encuentro.

      Hace mucho, viajé a visitarlo. La estadía programada para dos semanas terminó en la primera, porque la angustia me aplastaba en esa casa lúgubre donde todo era automático. Recorría un poco la ciudad, y después pasaba el día sola con la enferma, que desde su cama ejercía la típica tiranía de los débiles, obligándome a descalzarme antes de pisar la alfombra y a cerrar las cortinas porque tenía fotofobia. Mi hermano volvía de trabajar hacia la noche y le daba de comer a Claire mientras trataba de convencerme de que me mudara a ese país, donde las oportunidades eran magníficas.



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