sábado

Cuando es noche en Okinawa

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      El sábado me desperté y Vicente no estaba. En la mesa de luz, un papelito celeste, te quiero y vengo enseguida
     Pasó el fin de semana colocando burletes en los ventanales. El lobo defendiendo su madriguera. La casa, hermética a las corrientes de aire que resfriaban al bebé y traían música inoportuna.
      Espero que funcionen, recorrí cinco ferreterías.
  El lunes descubro que el filtro es ineficaz, apenas un atenuante de la molestia cotidiana. Como si tuviera un hueso de bronca atragantado, saltan las lágrimas, y entre los cristales de ese llanto vergonzoso veo la silueta de Vicente el día anterior, sus dedos hábiles manejando las trinchetas, su deseo de verme feliz.
      Me dejo conmover por ese amor de animal doméstico. Mi granjero conformista. Cede la furia y me hundo en una congestión que me reconforta. Así un buen rato, frente al ventanal. Hasta que oigo los primeros balbuceos de Guido, llamándome desde la mecedora.
      Paso por el corredor y me miro al espejo. Soy un monstruo arrastrando babas.

  

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