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Cuando es noche en Okinawa

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     Frente a nuestro edificio hay un sucucho que funciona como taller de costura. En el barrio se los conoce como los bolivianos. Siempre que paso miro hacia adentro y veo a tres o cuatro hombres austeros cosiendo ropa, junto a unas lámparas de luz blanca. La vista clavada en el camino de sus remiendos. Parecen máquinas, nunca charlan ni se ríen, tan concentrados. Una vez entré para hacer arreglar un saco de Vicente. Tenían la radio prendida con música del altiplano. La luz artificial era tan fuerte que hería la vista, deben quedar con los ojos a la miseria, pensé. Pero a ellos los protege una virgen que no conozco, desde la estampita que prendieron con alfileres a la cortina. A veces los veo caminar hasta el locutorio de la otra cuadra con pasos presurosos, y me imagino una casa humilde, y una mujer bajita, de trenzas, palpitando el llamado en Oruro o Potosí.

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