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Nuestra iglú a la sombra de unos sauces y a pocos metros el agua mansa calando la arena. Era Ilón, la laguna solitaria en la cumbre de un cerro, pequeña maravilla escondida que Amparo y yo jugamos a descubrir.
Habíamos subido el día anterior, cinco amigas formando un grupo imposible. Al atardecer, las otras tres quisieron iniciar el descenso. Primero, mi enojo por el desacuerdo; después, la expresión contundente de Amparo, nosotras podemos quedarnos si querés. Teníamos diecinueve años y esa voz ya me había cautivado con su gravedad, como lo seguiría haciendo por más de una década.
Hicimos un fuego y tomamos sopa instantánea de un jarro de aluminio que nos quemaba los labios. Los dedos largos de Amparo sostenían el jarro y sus ojos me miraban sonrientes entre el vapor que los nublaba.
Más tarde nos acercamos a la laguna. La luna inmensa platinaba el agua y yo sentí que algo adánico estaba por suceder.
¿Tenés miedo?, me preguntó Amparo mientras me acariciaba el pelo. No, dije temblando.
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