martes

Cuando es noche en Okinawa

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      Estuve bien hasta hace un rato, pero algo ahora, no sé si las visitas que están por llegar, o el desorden, o la visión de la borra del mate cocido en la taza, ha traído una cierta desazón. Veo los piecitos del bebé que asoman bajo la manta liviana y me siento terriblemente estúpida por haber entristecido. El talón de Guido es como la punta de mi pulgar; no debe existir cosa más suave en el mundo que el talón de un recién naci-do, y esta belleza también me saca lágrimas. Me pesa estar sola, y no sé qué compañía podría conformarme. La gente me visita con noticias de afuera, un romance escandaloso, un terremoto, nuevo gobierno en no sé dónde. Datos que mi atonía deja pasar, como ventiscas fugaces. Si algún detalle vuelve, más tarde, es para traerme el desasosiego de saber que eso también forma parte del mundo en el que estamos azarosamente unidos, los taloncitos entrañables y yo. ¿Por cuánto tiempo?  Tenés un hijo sano, hermoso…  La culpa reprime al pensamiento pesimista, y la pregunta queda apretada en un olvido forzado que a veces viene a mostrar su maña para desatarse.
      Sin embargo, la mayor parte del tiempo permanezco en la sintonía de Guido. Y entonces cualquier cosa conocida se vuelve silvestre y remite a lo esencial. Si lo tengo sobre mi pecho, el contacto de su piel lisa quiere que la mesa de siempre sea un trozo de madera, un enorme guatambú. Y huelo el bosque, la vida. La emoción como un barco que me interna en el mar, y desde esa lejanía, el temor de ver la costa perdiendo los contornos. Casi no hay salida: en altamar, este amor extraño y tirano; en el puerto alejado, igual que después de una tormenta, nada quedó en su lugar. Las cosas son distintas ahora, banales o sublimes. Nadie me da la bienvenida al reino de la distorsión; igual que yo misma, me desconocen, como si no fuera yo la que vive esto, la que lo eligió. ¿Por qué estás tan rara?…  No estoy rara, estoy feliz cuando lloro frente a la pantalla de televisión, que transmite un documental donde unos ciervos se aparean, y las hembras alumbran y lamen a sus recién nacidos. Sólo tolero esos hechos, que me provocan un llanto estremecido y aliviador. Un llanto poco compartible, que me deja los ojos hinchados desde hace unos meses…
      Casi a diario, en algún momento me sobrepongo y voy a la tintorería. Si está adentro, lejos del mostrador, su hermano lo llama: Isao, te buscan. Me muestra cosas que pertenecieron a sus abuelos, un sombrero típico, una cuchara de plata. Yo le llevo fotos viejas. De la niñez y mi familia. De Amparo y Joel.

  

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