miércoles

Cuando es noche en Okinawa

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      ¿Dónde está toda esta gente que ya no veo?  Hace años que no tengo noticias de ellos, como si nunca hubieran existido. Fondo celeste, galería de la casa de mis tíos, en  Castelar. La familia posando después del almuerzo. Los chicos, arrodillados en el suelo. Yo sostengo un globo terráqueo que todavía conservo. Estoy al lado de Joel. Me acuerdo bien de ese mediodía nublado. Seguro había sido domingo porque había ravioles. Los sábados, asado, y pastas los domingos. Afuera no nos dejaban ir, estaba todo mojado por la lluvia de la noche anterior. Joel había ido al fondo a buscar un juego de memoria que guardaba en el galpón, donde tenía un escondite secreto, y volvió con las zapatillas embarradas. La galería quedó hecha un chiquero, para desquicio de mi tía que le gritó delante de todos que como castigo no iba a comer postre. Él se puso rabioso, sus mejillas pecosas a punto de reventar de ira, y le discutió la penitencia a rajatabla. Tendríamos siete años, y Joel ya era una miniatura de lo que fue después: razonaba como un científico y moría por la comida. Si ensucié entonces tengo que limpiar, ¿por qué no puedo comer postre?  Pero mi tía enseguida neutralizaba la lógica de Joel: Porque yo lo digo y se terminó…
      Había mucha gente. Al menos en mi recuerdo la casa estaba llena de desconocidos, supongo que amigos o parientes del lado de mi tía. Los grandes comían los ravioles con estofado en una mesa llena de sifones y pingüinos de cerámica con vino tinto. Los chicos estábamos en una mesa aparte y ninguno, excepto Joel, le ponía salsa a los ravioles. Yo no me separaba del globo terráqueo que me había regalado mi padrino; jugábamos a buscar países, y cada vez que encontrábamos uno pegábamos un raviol en el globo. Joel siempre era el más ingenioso y a mí me encantaba estar a su lado, disfrutando de su presencia capaz de modificar to-das las cosas, buscando contagiarme de sus habilidades. Joel, mi primo más querido. Durante años estuve enamorada de él, nunca supe si yo le gustaba. Pero me ilusionaba cada vez que venía a buscarme para trepar al tapial que era el mirador del castillo y yo, la princesa cautiva, tenía que esperar la llegada de mi valiente con ortodoncia. Lloré muchísimo la tarde que llamaron a tomar la leche y Joel se fue corriendo para la casa y se olvidó de mí, que quedé arriba del tapial sin animarme a bajar sola.
      No fui a tu entierro, Joel, ni vi a tus padres nunca más. A modo de ceremonia separo la foto para ponerla en un portarretrato. Y sobreviene el llanto, silencioso, incontenible, de la que arriba del tapial sigue esperando que vengan a buscarla, sabiendo ahora que los héroes pueden olvidar sus misiones, morirse de sida a los veintinueve años.

  

1 comentario:

  1. Anónimo21:12

    Tremendo capítulo. Síntesis y belleza en las imágenes de una vida

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