jueves

Cuando es noche en Okinawa

23

      Anoche Guido no se despertó. A las tres de la mañana me asomé a su cuarto en puntas de pie. Sonreía dormido entre las sábanas bordadas. Volví a la cama y cerré los ojos para levitar en el hilo sutil de ese gesto. La emoción me impedía conciliar el sueño. A mi lado, Vicente boca abajo, su espalda ancha tentándome. Apenas lo acaricio, vuelve hacia mí su cara. ¿Qué pasa?  Nos abrazamos, busco perderme en su sueño profundo, pero entro en un estado de lucidez que raramente alcanzo de día. Sentí que el placer podría disolverme. El amor de Vicente y el amor de Guido. ¿Cómo se hace para abrigar tanto sentimiento?  Los quiero cuanto puedo, en la confusión de los días al revés, con el goce de un cansancio que huele a papillas nutritivas, a cereal, a aceite de almendras. Me desprendo de Vicente. Abro el cajón de la mesa de luz, saco el último álbum de fotos, de unos días atrás. Una pequeña bañera, Guido flotando entre burbujas de jabón de glicerina. Nada podría maravillarme tanto. En una excursión desvelada voy a buscar una caja de álbumes viejos, arrinconada en el escritorio desde la mudanza. La encuentro bajo la ventana, tal como la dejamos hace meses. Mi confianza en la dinámica propia de los objetos me había hecho ilusionar, pero la caja permanece enorme y desordenada. Ya ni siquiera me prometo que es tarea para un día de lluvia.
      Me siento en el parquet y empiezo a sacar mi vida por capítulos. Mi vida antes de Vicente. La adolescencia en la playa, mi hermano disfrazado de león, frente a una torta con cinco velitas. Los azulejos verdes de la cocina de Gaona. El viaje de egresados de la primaria. Mis padres todavía juntos. Me deslizo por una sorpresa de suave pendiente: rostros de juventudes borrosas, ambientes familiares en colores opacados. Una alegría repentina me impulsa a seguir mirando, un álbum tras otro. No sé si hago bien; qué perturbador es el pasado. Cuanto más lejano más perturbador.


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