jueves

Cuando es noche en Okinawa

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      Guido había estado muy molesto durante todo el día. Vicente volvía de la calle dando palmaditas a la espalda del bebé, después de haberlo paseado por nuestra manzana durante horas enteras sin más logro que unos minutos de sosiego, apenas una pausa para retomar la queja con más energía.
      Cerraba la puerta de entrada y nos mirábamos desorientados ante ese llanto persistente, un rayo de dolor que le contraía el rostro hasta desesperarnos.
      La pediatra llegó a las once de la noche. Lentes antiguos, un maletín bordó. Alzó a Guido y mientras lo revisaba él dejó de llorar. Muy injusto. La médica sacó una especie de linterna para ver los oídos. Otitis. Los ojos de Vicente se clavaron como diciendo no se me había ocurrido pensar en los oídos. A mí tampoco. Pobre Guido, nada sabemos. Nuestra ignorancia nos hace vulnerables. Recordé la desconfianza de mis cuñadas, madres expertas, cuando les anunciamos el embarazo, ¿cómo van a hacer ustedes con un bebé?
      Pero Guido ya no lloraba, entonces el mundo volvía a girar para Vicente y para mí. ¿Podrá imaginar la médica de guardia que en ese momento llegamos a adorarla como a una divinidad capaz de verlo todo detrás de los lentes antiguos?
      Después de conseguir el remedio, agotados, nos dormimos los tres en la cama grande, y a la mañana Vicente no escucha la alarma del reloj. Sólo la música nos despierta, a las nueve y cinco. Reacciono apenas, lo suficiente para decirle ¿ves que no exagero?  Mientras sale de la habitación, antes de dormirme otra vez, lo escucho, como en una pesadilla, pero está buena la música.




1 comentario:

  1. Lindo capítulo. Me hacer recordar muchas cosas...
    Lindo final :)

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