viernes

Cuando es noche en Okinawa



17


      Me descubro frenética haciendo las cosas de la casa, asimilada a la marcha. Mi casa electrónica, dice Vicente cuando llega del trabajo, porque alrededor de las seis de la tarde la música todavía late en nuestras paredes. Pero enseguida se apaga, hasta el día siguiente, y los ambientes del departamento se alivian como si se enfriaran después de un golpe de calor.
      Algunos días, a cierta hora cercana a la siesta, el retumbar me expulsa hacia fuera: cuando se me hace difícil aguantar la percusión, cargo a Guido en la mochila y salgo de ronda por el barrio, improvisando un paseo que acompaño con alguna nana reinventada. Con el recuerdo de los clásicos viene también mi abuela y su arrorró tranquilizador. Mi nietita linda, no quiere dormir, cierra sus ojitos y los vuelve a abrir…Cuando reacciono, esas melodías ya me arrastraron, con su falsa inocencia, a un terreno hostil donde soy de nuevo aquella nena sola en casa ajena,  angustiada porque otro día pasaba sin que vinieran a buscarla. No vayamos por ese camino, me digo, este presente es tan distinto, puedo elegir. Mejor rescatar la imagen de la abuela, la que me cantaba en vez de decirme grandota, mientras yo me chupaba el pulgar y me adormecía en el sillón raído de su casa oscura. Si los recuerdos dependieran de la voluntad…
      Cantarle a Guido, ¿me lleva o me trae? Tratando de ser madre paseo por un cancionero nuevo que aprendí para mi hijo y por un repertorio de viejos temas que revisité últimamente, hilando estribillos de canguros, mares y barquitos plateados. Y en ese vaivén una niña triste y lejana me intercepta y reclama su consuelo. Me niego a atenderla; ella insiste. Y en la lucha interna entre la niña antigua y la madre que quiere ser,  suelo volver a El becerrito, esa canción de Simón Díaz que no me deja…Voy y vengo por las calles de canciones a la hora de la siesta.
      En esta franja de la ciudad los comercios cierran después del mediodía y reabren hacia las cuatro de la tarde. Excepto los negocios que están sobre la avenida, que tienen horario corrido. Pero yo me mantengo por las veredas angostas de mi manzana y las calles laterales por donde no pasan colectivos. Me encariñé con este barrio de cordones altos que tes-timonian inundaciones pasadas; hasta me resulta bueno el leve olor rancio que se escapa de algunas casas. Y también otros olores, que condensan memoria, como el que aflora por el umbral del polirrubro de Isabel la Católica y Uspallata, la fragancia del shampú Sedal mezclada con el olor a plástico de algunos juguetes, que me hace pensar en las vacaciones en la costa, donde esos negocios abundan con su oferta de pelotas playeras y artículos de tocador. Al llegar a la esquina de Hernandarias es frecuente que haga un alto y entre a la mercería para comprar cintas, hilos, o algún otro material para fabricar cosas de las que antes ni siquiera sospechaba su existencia. Por ejemplo, una chichonera, esa suerte de almohadón perimetral que amortigua el posible choque de la cabecita del bebé contra los bordes de la cuna. Siempre está fresco adentro de la mercería, donde un orden de siglos domina los cajoncitos con carreteles de hilos envueltos en celofán, alineados por color. También ahí el olor es particular, un olor a nuevo de cosas viejas sin estrenar.
      Son tiempos acelerados, pero las veredas escalonadas y lo antiguo de estas construcciones transmiten serenidad. Una serenidad algo ficticia, como siempre aquí, en este sitio de crisis recurrentes. Me cobijo egoístamente en estas cuadras tranquilas, en la vecindad rezagada lejos de la avenida, y no me imagino que de alguno de estos lugares pueda venir el estruendo que me aturde en casa. Ninguna puerta da señales…
Es común que vuelva susurrando El becerrito, aunque Guido se haya dormido. Ya en casa, espero impaciente que se hagan las seis de la tarde y termine la intrusión electrónica, para abrir las ventanas y dejar entrar los gorjeos de los pájaros que se pierden en las copas de los árboles, buscando sus nidos. Para que vuelva Vicente, y después de la cena, en el silencio recuperado, yo vuelva a cantarle a Guido.

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario