domingo

Cuando es noche en Okinawa

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      Casi no suena el teléfono en casa; nuestros amigos no llaman.  Les pregunto y me dicen que temen ser inoportunos, despertar a Guido.  Estos amigos nuestros, que no tienen hijos y viven de noche, no saben cómo tratarnos ahora.  ¿Entenderían si les dijera que vivo adormilada, que delante de mis ojos hay un velo tenue, como la interferencia continua de los televisores viejos, que todo lo vuelve irreal?  Felicidad íntima, atmosférica, difusa como el recuerdo de una plenitud lejana, intensa en su presente de olores tiernos que abren el alma hasta hacernos sentir que hasta ahora no habíamos vivido.  Esa lluvia intermitente, mi certeza más profunda, es sin embargo una cadena de hormigas dimi-nutas que cosquillean en mi oído constantes dudas: ¿Respira Guido?  ¿Se habrá destapado? ¿Tendrá hambre?
      Vuelvo a mi cama, unas franjas luminosas cruzan el cuerpo tibio de Vicente.  Está amaneciendo y hacemos el amor en duermevela.

 

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