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Cuando es noche en Okinawa

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     En octubre nos mudamos a un contrafrente en pulmón de manzana, luminoso y amplio.  Vicente había pintado las paredes de blanco tiza y como teníamos pocos muebles, el living daba un aspecto despojado, algo de llanura pampeana con parquet de Eslavonia.  Nos gustaba así, aunque sabíamos que no iba a durar.  Inexorablemente, todos los lugares se saturarían con las cosas de Guido.
     Esos meses, los últimos del embarazo y los primeros en la nueva casa, los pasé recorriendo el barrio en caminatas de pies hinchados, aletargadas por el peso y el calor que empezaba a sentirse.  La zona sur de la Capital era nueva para mí, que siempre viví bordeando la línea del subte D; mucho más para Vicente, que parecía nunca haber salido de Villa Ballester.  Pero la propuesta de nuestros amigos había sido irrechazable y aceptamos el préstamo del departamento por el tiempo que durara el viaje de ellos.  Nos venía bien este barrio de siestas pasillo adentro;  enseguida lo encontré propicio para anidar.
     Salía a caminar en cuanto Vicente se iba al taller, a eso de las nueve de la mañana.  Casi siempre encaraba hacia la izquierda, y después seguía sin plan en dirección a la avenida Montes de Oca.  Aprendí a reconocer los rostros domésticos del barrio, algunas caras que eran presencia habitual a esa hora.  Pasaba delante de ellos percibiendo su mirada hacia el vientre tenso que se adivinaba tras la cortina de mis camisolas blancas, y con alguna incomodidad recibía la sonrisa evocadora de las mujeres mayores.  Fértiles y rejuvenecidas por un instante, parecían decirme yo sé cómo se siente tanto peso encima. Los primeros días respondía a esa empatía vecinal con un gesto ambiguo, un balanceo apenas más acentuado que el que acompañaba mi marcha.  La rutina hizo que algún énfasis surgiera en esas fugaces interacciones matinales y las volvió más intensas aunque igualmente breves, haciendo juego con el aire amable de noviembre.  Muy pronto ya saludaba al cerrajero de mitad de cuadra y también al japonés de vincha que solía estar fumando en la puerta de la tintorería.
     Habíamos instalado nuevas costumbres: los viernes a la noche comíamos en una parrillita cerca de la avenida y yo volvía con un cucurucho a la medida de mis antojos, casi siempre de sambayón al chocolate, especialidad de una heladería que todavía da cucharitas de madera balsa.  Las tardes demasiado calurosas, me iba a un bar con aire acondicionado, en la calle Pinzón, y me quedaba leyendo hasta las seis menos cuarto.  A esa hora caminaba hacia la estación para encontrarme con Vicente, que llegaba en el tren de las seis. Estábamos contentos, esperando el nacimiento de nuestro primer hijo, mirando con inédita curiosidad a cuanto niño se nos cruzara.

4 comentarios:

  1. Como siempre. Genial.
    ¡Cucharitas de madera balsa! Se me pianta un lagrimón de la nostalgia por otro objeto irrelevante que no volverá.

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  2. Anónimo18:20

    ¡Lo de la sonrisa evocadora de las mujeres mayores es así!
    Espero ansiosa la segunda entrega de este boletín.
    Abrazo
    Ale

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  3. Anónimo0:20

    muy descriptivo... te hace sentir... tambien entre para comentar lo de las cucharitas de madera balsa!!!
    quiero leer mas, vivi!!!!
    besoooo
    mfi

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  4. Excelente descripción... en especial para nosotros los viejitos!! Rolfo

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